Desde hace un tiempo se insiste en la necesidad de reformar el sistema de gobierno de las Universidades. Se plantea que el entorno de la Universidad se ha transformado y que es preciso que ésta se adapte a las nuevas exigencias de la sociedad; que se modernice, en definitiva y que para ello transforme las estructuras que ahora tiene (véase, por ejemplo, en este sentido el documento de trabajo preparado por la Generalitat de Catalunya, p. 6). A partir de aquí se hacen distintas propuestas sobre cómo se ha de elegir al Rector, quien ha de designar a los Decanos, qué estructuras tiene que haber en la Universidad, etc.
Adelanto ya que me manifiesto escéptico con este planteamiento. El jueves pasado asistí a un acto sobre gobernanza donde se presentaron las tendencias existentes y uno de los asistentes, con quien coincido en el planteamiento, decía que lo primero que tendríamos que hacer es detectar cuáles son los problemas que tiene la Universidad para en segundo lugar estudiar qué reformas serían necesarias y, posteriormente, verificar si tales reformas permiten resolver los defectos identificados. Esta es la manera racional, científica, de abordar los problemas y no partir de una indemostrada necesidad de modernización para, acto seguido, ponerlo todo patas arriba.
A continuación intentaré iniciar esta forma de análisis a partir de alguna de las ineficiencias o disfunciones que -aventuro- pueden afectar a la Universidad española.
Comenzaré por un problema que quizás pudiera parecer relevante: las dificultades que tienen los graduados en las Universidades españolas para conseguir trabajo. En ocasiones se acusa al sistema universitario de formar profesionales para la propia Universidad, no para el mercado de trabajo; lo que exigiría que la Universidad se transformara para dar una mejor respuesta a las necesidades de la economía (véase, por ejemplo, esta entrevista en La Vanguardia a un experto en educación). Me parece que puede ser un buen punto de partida.
De acuerdo con este planteamiento, la Universidad no cumple su función porque no dota a sus graduados de las competencias y habilidades precisas para desenvolverse en el mercado laboral. Parece que es cierto; pero debemos fijarnos también (y desde hace un par de años es cada vez más evidente) en que los mismos graduados que no encuentran trabajo en el mercado español, o consiguen solamente trabajos pagados con sueldos miserables; tienen las competencias y habilidades necesarias para ser contratados en otros países (el Reino Unido, Alemania, Dinamarca, Estados Unidos, etc.). Realmente causa sorpresa que los mal preparados graduados españoles sí dispongan de las competencias y habilidades necesarias para ser contratados por empresas de estos países, cobrando, además, cantidades mucho mayores que las que podrían obtener en España. Aquí puede leerse una acertada, ácida y divertida reflexión sobre esta paradoja.
A la vista de estos datos (los graduados españoles no encuentran trabajo en España, pero sí en otros países no menos desarrollados que el nuestro) quizá fuera bueno considerar, aunque nada más que sea como hipótesis de trabajo, que los problemas de ocupabilidad o empleabilidad de nuestros jóvenes no están en la Universidad, sino en las empresas, incapaces de sacar partido a la formación que ofrece la Universidad. Me ocupaba de esto hace unos años y recientemente al hilo de las declaraciones de la Secretaria de Estados de I+D+i en las que manifestaba que en España sobran investigadores. A mi me parece que no es irracional suponer que la formación que ofrecen las Universidades españolas no es mala, o, al menos, es tan buena como la que pueden ofrecer las Universidades de los países desarrollados, y que lo que tocaría es estudiar las razones que explican que la economía española le saque tan poco provecho.
Finalmente hay otro factor que debe de ser considerado: tengo la impresión (no tengo datos contrastados) de que los profesores españoles dan más horas de clase que sus colegas de otras Universidades extranjeras. Hace un par de años coincidí con un compañero sueco. Le pregunté por las dimensiones de su Facultad; tenían más o menos los mismos alumnos que tiene mi Facultad, la de Derecho de la Universidad Autónoma de Barcelona; le pregunté cuántos profesores tenían y me sorprendió comprobar que tenían muchos menos que nosotros; entonces, aventuré, tendréis muchas clases ¿no? Me respondió que no, en realidad tenían menos clases que nosotros. La clave está en que en Suecia gran parte del trabajo lo realizan los alumnos de forma autónoma. El profesor da indicaciones generales, facilita bibliografía y, a partir de ahí, se supone que el alumno se prepara la materia. Ciertamente es más trabajo para el alumno, pero el coste es menor. Aquí lo damos todo mucho más masticado, lo que es coherente con un perfil de alumno que, quizás, tiene una menor capacidad de trabajo autónomo que aquella de la que gozan los estudiantes de otros países. Además al tener más clases el trabajo fuera de clase es menor, por lo que es más fácil que el alumno desarrolle otras actividades a la vez que cursa una carrera universitaria (trabajo, relaciones sociales, etc.).Así pues el alto número de profesores en las Universidades españolas, posible por lo escaso de su remuneración, el reducido número de PAS y lo elevado de la dedicación docente del profesorado explican que la formación de los estudiantes españoles sea equivalente a la que se obtiene en países que dedican más recursos a la Universidad (e, incluso, muchos más recursos). Claro que el sobreesfuezo que se pide al profesor tiene que tener consecuencias. El tiempo para investigación se ve reducido, así como las posibilidades de participar en foros internacionales y realizar estancias en el extranjero. Eso disminuye las posibilidades de mantener contactos y participar en redes transnacionales, así como la capacidad de influencia en el debate científico global. Solamente de nuevo a base de voluntarismo pueden superarse esas dificultades que, sin embargo, implican que no es sencillo para las Universidades españolas escalar puestos en los rankings internacionales.En fin, se trata tan solo de hipótesis, pero de hipótesis que pretenden partir de la realidad, del barro de las trincheras, y no de construcciones etéreas. Hipótesis que están dispuestas a sufrir el contraste con los datos y con la experiencia y que, sobre todo, son profundamente honestas.